(DiarioProgresista.es, 7/03/2013)
José Luis Almunia
La pregunta no es fácil de responder. ¿Qué podríamos entender por una empresa progresista? Si se lo preguntamos a los empresarios y directivos de las empresas españolas, estoy seguro que responderán: una empresa progresista es una empresa que gana cada vez más dinero, o sea progresa, que es cada vez más grande, que se come a su competencia y que participa más en su mercado, siendo líder o, gran sueño, casi monopolística o sin casi.Por supuesto, nadie hará referencia a la satisfacción de las personas que trabajan en ella, a hacer más feliz al entorno o comunidad en la que se incardina la empresa, en servir y satisfacer a sus clientes y proveedores (que sin ellos tampoco hay empresa) incluso si para eso hay que perder dinero o ganar algo menos en alguna ocasión. ¿Eso es progresismo! ¡Menuda tontería! Pero de tontería nada. Seguidamente desarrollo de forma esquemática tres rasgos del progresismo empresarial, que poco y nada costaría implementar en nuestras organizaciones, sólo la voluntad de hacerlo (cosa que tal vez sea un precio demasiado elevado para nuestros empresarios y directivos).
Sin embargo, cuando examinamos a aquellas empresas, que en España también las hay, que han optado por el verdadero progresismo, sin ser protagonistas ni estar en el candelero mediático de forma constante, vemos que son más estables, más rentables y las personas que en ella trabajan están más satisfechas. Han aprendido algo muy importante, un axioma fundamental en el mundo empresarial: las personas satisfechas rinden más. Ese es un principio progresista importantísimo para la empresa, hacer que sus colaboradores se sientan satisfechos. ¿Cómo lo hacen? Desarrollando el primero de los tres rasgos progresistas que he anunciado: cambiar el control de errores por el control de aciertos. Los directivos suelen sentarse en sus despachos y no dicen nada a nadie, salvo las instrucciones de rutina, hasta que no se cometa un error. Entonces echarán mano del castigo para corregirlo. Sin embargo, hay quienes piensan progresistamente, que es mejor controlar los aciertos, sin por ello dejar de corregir los errores. Esos directivos progresistas se plantean como obligación sorprender a sus colaboradores, a todos, haciendo algo bien y felicitarlos por ese bien hacer. Con ello, las personas tienden a hacer las cosas bien. Uno de los grandes problemas de nuestras empresas es que los buenos trabajadores que hay en ellas, que los hay a montones, se desmotivan porque sienten que da igual que hagan las cosas mal, regular o bien; nadie se preocupa por ello. Una empresa progresista sería aquella que premia el éxito y no simplemente castiga el error.
El segundo rasgos progresista es aceptar, en una adaptación empresarial algo compleja, la teoría de Lynn Margulis, que simplificada viene a decir que la vida se abrió camino por colaboración y no por competencia. Con ello se carga la teoría darwiniana y abre otras expectativas para entender nuestra existencia. Las empresas progresistas son aquellas que no están siempre en guerra con su competencia, sino que entienden que es mejor la colaboración que la lucha. Si en una calle, por poner un ejemplo simplista, hay dos tiendas que venden más o menso lo mismo, es poco eficaz luchar entre ellas, pues posiblemente se destruirán las dos (está pasando con harta frecuencia). Es mejor colaborar y al final el cliente decidirá en cual de las dos comprar, cosa que siempre ha sido así y así seguirá siendo siempre: el cliente decide. Pero si las dos tiendas compran juntas sus bolsas de plástico, la electricidad, los seguros, el transporte, el combustible, limpieza, escaparatismo y tantas otras cosas, colaborarán, ahorrarán muchísimo dinero y al final será el cliente quien decidirá comprar en una o en otra. Las empresas progresistas tienen claro ese rasgo: colaboración siempre, por encima de competencia. Además, nunca hay dos productos iguales, siempre hay características diferenciales, incluso en cosas tan homogéneas como pueden ser las labores de tabaco hay diferencias: el dependiente, el ambiente del estanco, el escaparate, la calle en que está ubicado… Menos competencia, menos lucha entre empresas y más colaboración. Con ello ganaremos más, mucho más.
El tercer rasgo progresista es tener entre los objetivos sociales de la empresa la felicidad de las personas que allí trabajan. Me impresionó muchísimo Japón cuando fui por primera vez en los setenta del siglo pasado a dictar varios cursos y descubrí que en todas las empresas de aquel país, además del objetivo social específico de cada uno, se incluye “el engrandecimiento del Japón”. Les pregunté si ese engrandecimiento implicaba también al personal que trabaja, a lo que respondieron que por supuesto que sí, que Japón no es un territorio, sino un hogar habitado por japoneses. Creo que es interesante reflexionar sobre esto. Las empresas progresistas no piensan exclusivamente en la propiedad, con los adheridos a la misma (los directivos y ejecutivos), sino también en todo el cuerpo social que la componen: proveedores, empleados, clientes y comunidad en la que están asentadas. Entre sus objetivos está la satisfacción de sus empleados y la máxima estabilidad en el empleo de los mismos. Por supuesto, no estoy hablando de crear un paraíso en el que no haya problemas. Problemas habrá y muchos, pero se abordarán de una forma harto diferente si los objetivos de la empresa es la felicidad de las personas o el acaparamiento incontrolado de riquezas. Las empresas que han optado por este paradigma, cuando las cosas vienen mal dadas, como nos está sucediendo ahora, tienen muchísima más capacidad de resistencia, mucho más muelle. Si no creen en estas afirmaciones, tan sólo hay que analizar a aquellas empresas que donan a fundaciones, colaboran y aportan riqueza a su comunidad y tienen un clima laboral de alta satisfacción. Las hay, les puedo asegurar que las hay. Pero también tengo que confesarles que son pocas, demasiado pocas para lo que necesita, y con urgencia, este país en estos momentos.
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