EL 15M MADRILEÑO Y EL DILEMA DE LA MAYORÍA SOCIAL

(Madrilonia, 9/09/2012)


Este artículo sólo habla del 15-M de Madrid, y sólo en razón de su reciente vacilación a rodear el Congreso, en lo que parece ser una acción excesiva dentro de sus planteamientos. Un exceso sin cuyo abordaje, pensamos otros, sólo puede haber una decadencia larga por efecto de las propias contradicciones.

Cuando se habla de las contradicciones de un movimiento desde fuera a menudo se olvida muy injustamente su carácter de necesidad. Y todavía sería más injusto para el caso del 15-M al cual debemos tanto. Hasta su aparición nadie había conseguido romper el consenso oficial en torno de la Transición, nadie había conseguido con el mismo nivel de eficacia denunciar la falsedad de esta sombra de democracia durante tanto tiempo encomiada, no se hablaba del Pacto del euro, no se había elevado tan alto y organizado tan extensamente el rechazo a los desahucios, ni debatido de modo tan general y público la naturaleza de la crisis y la expropiación y deterioro de los servicios públicos, por sólo mencionar algunas de las importantísimas cosas que eran moneda corriente en asambleas y comisiones.

Y sin embargo gente afín que nos reconocemos abiertamente en deuda con el 15-M no hemos podido reprimir nuestro enfado, mezclado con sorpresa, cuando la mayor parte del movimiento del 15-M madrileño se ha opuesto con una rotundidad que ha sobrepasado nuestra imaginación a la acción de confrontación preparada para el 25 de septiembre. El cerco al Congreso, al que se nos ha invitado a través de las redes sociales, parecía estar en línea con lo que el 15-M llevaba diciendo desde el principio, una consecuencia práctica necesaria de ese famoso "no nos representan" y del reclamo, tan suyo, de "¡Democracia real ya!"

¿Pero ese distanciamiento de la acción del día 25 es, de verdad, tan sorprendente? No, en realidad, es enteramente lógico, si nos adentramos en las estrategias y categorías políticas del 15-M. Ellas estaban al servicio de un objetivo último (parece que finalmente y, por desgracia, malogrado): conformar una mayoría social para lograr un reordenamiento del sistema político y una redistribución de la riqueza, una inversión del reparto de las cargas y culpas en esta crisis de deuda.

Superficialmente (y vale insistir, "desde fuera") la causa del repudio del cerco a los parlamentarios por parte del 15-M de Madrid (o al menos lo que podemos leer) es que la convocatoria de esa acción es extraña en su proceder a las formas de actuar y decidir que el 15-M se ha dado a sí mismo democráticamente y, justamente, por razones de coherencia democrática, a saber: la búsqueda del mayor consenso y la transparencia en las decisiones y acciones. Por tanto, cabe colegir, que el desmarque de la convocatoria se debe a la falta de consenso, esto es, al cierre en los contenidos, y al hecho de que haya sido lanzada clandestinamente por las redes sociales.

Sobre lo primero, y en primer lugar, parece que han sido convocados a reuniones y han podido manifestar sus opiniones y aún lo pueden seguir haciendo; en segundo lugar, la convocatoria consiste en sus contenidos en una serie de propuestas para la discusión pública (de lo que se deduce que como tales propuestas no están cerradas, como mucho, pueden por su "radicalidad" generar desidentificación, lo que sin duda es importante, pero no es un cierre); en tercer lugar, el 15-M no ha pedido otras veces para secundar una convocatoria que todos sus contenidos sean internamente consensuados sino que estén en la línea de lo que creen que debe ser en términos generales. Si en esta ocasión lo exige, es porque cree jugarse mucho, ¿pero nuevamente no han sido convocados a una discusión en que, aunque sólo fuera por fuerza numérica y prestigio sus puntos de vista serían respetados? ¿Y la mayor parte de esos contenidos, al parecer intolerablemente cerrados, son inasumibles, realmente, por el 15-M? Sobre los contenidos es sobre lo que el 15-M, precisamente, no se ha pronunciado, sino sólo sobre sus formas. No parece, por todo lo anterior, que la enmienda a la totalidad, desde el principio y sin matices, sea lo más razonable, al menos, nuevamente, en apariencia.

Sobre lo segundo (la clandestinidad de la convocatoria), se ha de decir que es una acción ilegal de confrontación, y que sólo clandestinamente puede ser lanzada. Sin duda, el 15-M nunca la hubiera propuesto y por tanto tampoco puede rubricarla como principal promotor. ¿Podríamos empero haber esperado un apoyo astuto y discreto por parte de las asambleas? En su lugar hemos encontrado un rechazo altisonante y probablemente necesario en términos de los presupuestos del 15-M.

No creo así que sea un problemas de formas, de ese cierre de la convocatoria, que es subsanable y que además ha sido tolerado por el 15-M cuando se ha tratado de dar respaldo a otras acciones promovidas desde otros movimientos y organizaciones, ni siquiera que el problema provenga de su clandestinidad, que saben que es inevitable. Son, más bien, razones de prudencia política que están larvadas en su ADN desde sus inicios las que hacen del 15-M (nuevamente, en Madrid) tan refractario a los conflictos frontales. Una criminalización exitosa de esta acción llevada a cabo con un notorio apoyo del 15-M, supondría para éste una pesada carga, y hasta su disolución.

Tal criminalización, que es un camino sin retorno, ha sido largamente evitada, y a evitarla ha consagrado el 15-M sus reglas de oro: resistencia pasiva y transparencia absoluta en sus decisiones y acciones. Desde los inicios se trató de evadir la confrontación abierta, y con ello la represión, asimilándose en sus acciones y decisiones a una ciudadanía inocente, inofensiva, mayoritaria y normalizada. La normalidad social con la que el 15-M desplegaba las protestas fue contestada por los poderes políticos y mediáticos. Los últimos oponían a esa normalidad el conocido estigma de la marginalidad perrofláutica y a veces imágenes tan inexistentes como ineficaces de la supuesta "algarada" indignada. Los primeros equiparaban sin fruto indignación y peligrosidad: "No son ciudadanos, son sucios, son violentos". El civismo del 15-M no se quebrantó, se mantuvo en su ejemplaridad, y con ello se desarmaron las estrategias de criminalización por parte del poder, que tuvo que oponerles figuras jurídicas tan obscenas en su absurdidad como el atentado pasivo o la asimilación de ejercicios legítimos de libertad de expresión, con carácter de llamamiento, a violencia punible.

La línea de civismo extremo, incluso se diría que radical (puesto que casi llegaba a condenar la autodefensa), contenía otro precepto además del de la resistencia pasiva, se trataba de la máxima: "todo a cara descubierta". Y su lógica era la misma: desmontar el aparato criminalizador ¿Pero que otra cosa puede dar lugar ese repudio del anonimato sino a dejarte en manos de la policía cuando hubiera que profundizar en los conflictos? No obstante, esa regla no estaba pensada para la confrontación, que nunca se quiso.

Hay que recordar que cuando la Asamblea de Sol se veía conminada a alguna de esas acciones, en concreto y precisamente, a llevar la protesta hasta el Congreso, se terminaba por advertir con meridiana claridad que una acción así tendría lugar con independencia de la asamblea y que quien la acometiese lo haría "bajo su responsabilidad". Estas son manifestaciones tempranas que muestran cómo desde el principio el 15-M decidió rehuir, por principio, la confrontación. Se trataba por contra de desertar, de construir un éxodo democrático. Esta preferencia por la fuga forma ya parte de nuestra reciente tradición política. En el caso del 68 francés y del 77 italiano tal inclinación se daba por razones inversas a las del 15-M. Lejos de buscarse la normalidad social, era ésta la que se erigía en el objeto de su gran rechazo, y por tanto la causa de su tendencia antirepresentacionista, antisoberanista, que se desentendía de las viejas cuestiones de la dictadura del proletariado. En el caso del 15-M es, al contrario, la búsqueda de la mayoría social la que le hace tropezar en la misma piedra y replegarse ante la cuestión de la toma del poder.

Porque el 15-M buscaba conformarse en mayoría social, no quería ser soberano y tampoco quería ser insurrecto (lo que es una condición para lo primero). Sus categorías y objetivos políticos se lo impedían. ¿Cuáles eran esas categorías? La autoafirmación de sí como la "gente común" y el "no nos representan". Con ellas, se oponían los intereses generales de la mayoría a los particulares, mezquinos y corruptos, de una partitocracia aliada con los poderes financieros. Esta brecha entre gobernados y gobernantes en que se contrapone la mayoría legítima a la minoría del privilegio no se podía expresar en el modo del partido, que es "partidista", sectorial. El todo social no puede formar "partido". De ahí que no se tratara nunca de reinventar la forma partido, de democratizarlo y presentar candidaturas sometidas enteramente al mandato de las bases, que hubieran podido poner y deponer dictatorialmente los cargos. Por eso mismo desde el ámbito del discurso conservador se les lanzaba el desafío: "¿No estáis de acuerdo? Bien, presentaros a elecciones." Sus enemigos sabían que eso hubiera sido el fin de los apoyos y simpatías que despertaba el movimiento de indignados, y también que semejante trampa no estaba destinada a engañarlos (eso no era posible), sino a desacreditarlos entre la base electoral conservadora (¡como si hiciera falta!). Juegos inútiles de espejos.

Lo que en medio de estos diálogos con nadie, tan propios de la dialéctica política, sí importa es que, si bien el 15-M no podía sacar la consecuencia práctica de su "no nos representan" en términos de un "nos representaremos a nosotros mismos", tampoco podía sin embargo dar origen a un poder paralelo que llegara a proclamarse poder soberano. En primer lugar, porque no eran aún la mayoría social, eso había que hacerlo; en segundo lugar, porque una finalidad así vislumbrada, aunque pospuesta, hubiera sido aceptar el insurreccionalismo político, que se quería excluir por principio. ¿Por qué esa exclusión tan férrea? Quizá porque la mayoría buscada exigía no transgredir agresivamente la ley, ¿no es esa normalidad social altamente cívica?

Sobre su cuidado cívico, sobre su respetabilidad ciudadana, el 15-M creyó estar bien asentado moralmente en el sentir general de esa mayoría, lo que le permitía desarmar toda estrategia de criminalización y de descrédito que les señalara no como ciudadanos, sino como "violentos". Como todo el mundo sabe, ocupó ilegalmente el espacio público, pero no con espíritu insurreccional, sino ciudadanista, de discusión de la cosa pública, haciendo de su razón común un espacio fugado de los lugares habituales de la obediencia y del poder gubernamental. Con tal fuga, daban a la mayoría, hasta ahora silenciosa, un tiempo y una plaza. Pero así mismo se escamoteaban los términos dicotómicos y excluyentes del poder, a saber: aceptación de la ley (de las reglas del juego político, que sólo desde dentro –¿y no es eso imposible?– pueden ser reformadas) o ejercicio de violencia, de fuerza ilegítima, y por tanto a reprimir.

El 15-M se vio de forma insistente ante los términos de la alternativa sin abandonar su posición, sino reforzándola. En un sistema más democrático hubiera podido dar resultado, pero no en España. De modo muy general esta estrategia podría expresarse así: aceptamos la reforma del sistema dentro del sistema pero situándonos en sus márgenes, dado que ni somos violentos ni podemos ni, lo que es más importante, queremos serlo. Esta línea de fuga, que tomaba frente a la partitocracia una forma demasiado oblicua, podría formularse más concretamente así: queremos una democratización de la vida social, y para ello sustraemos el voto, desertamos. Sin embargo, esto debía leerse, también, en su reverso, del siguiente modo: os devolveremos el voto cuando estéis dispuestos a asumir (no decimos todas, sino parte) de nuestras reivindicaciones. Esta fuga parcial (no puede una absoluta dentro del sistema) adoptaba la postura escorada del chantaje. El buen sentido de la clase política, con su elitismo de casta, entrevió que las cesiones bien podía llegar a destituirle, al menos en parte, y con ello empoderar todo un mundo insólito e insolente de plazas ocupadas. Se constató que el poder no era chantajeable.

De este modo, la encrucijada no se había podido sortear, aunque no por ello el 15-M se decidiera. Estaba en el mismo punto de inicio y ahí ha seguido: ni partidismo ni insurreccionalismo. Lo primero le alejaba de la mayoría, lo segundo también. Y no tenía modo de hallar una tercera vía si buscaba ser la expresión del 99 por ciento, cosa absolutamente necesaria. Por ello, se vio cada vez más encerrado, más estrecho y reducido en sus propios términos, en sus contradicciones.¿Qué sentido tenían sus acciones, sus manifestaciones, cuando se tornaban mera rogatoria, y para colmo, destinada a aquellos que eran denunciados en ellas como inasequibles, incapaces de representatividad alguna, en las antípodas de la ciudadanía, con intereses de todo punto opuestos a los de ella? Esta contradicción tiene un nombre: el de impotencia. Y hubo de minar necesariamente los apoyos del movimiento , tuvo que desvirtuarlo inevitablemente ante lo opinión pública, de tal modo que no aparece ya como una alternativa de la mayoría, sino como un movimiento más, víctima de sus contradicciones, recortado sobre el fondo de la sociedad, casi tan particular como cualquier otro.

Frente a ello, la acción del 25 de septiembre ha buscado decidirse en la encrucijada y tomar una de las dos vías posibles a la mano, en concreto, la insurreccional. Abandona la obsesión por un saber en torno de la mayoría social, y con él –al menos en apariencia– sus dilemas. Pretende así, ser una nueva alternativa, si bien muy arriesgada a la falta de salida política de la crisis. Esa alternativa supone querer el poder, destruir las reglas del juego, dado que se está excluido de él. Se trata de hacer aparecer una soberanía popular en ciernes, y, para eso, a la lógica de la deserción debe suceder la de la confrontación.

¿Pero no tiene razón el 15-M cuando ve en ello una falsa solución? ¿Aceptará la mayoría social el envite insurreccional? Los poderes políticos, policiales y mediáticos tratarán de encerrar nuevamente el conflicto en los términos excluyentes de la ciudadanía auténtica, respetuosa de la ley y de la democracia parlamentaria y, cómo no, mayoritaria, que se ha expresado legítimamente en las urnas, frente a los violentos, antidemócratas, ¡incluso golpistas!, que tratan de poner su voluntad minoritaria en el lugar de la voluntad, autorizada, de las mayorías. Seguramente también sean todos los allí sublevados, en el discurso de los poderes, una pandilla de exaltados irresponsables. Sí, unos anormales, unos pirómanos insociables que alimentan antipatrióticamente el fuego de prima de riesgo. Y ahí el problema del saber en torno de las mayorías retorna: ¿qué hará la gente, con qué o quién se identificará, qué querrá?

Por todo lo anterior, el problema inmediato no es el de la programación de las fases de una voluntad constituyente a fin de que se despliegue exitosamente, sino que lo será el de la represión y su legitimación, y cómo responderlas, cómo hacer del ejercicio insurreccional algo de la mayoría social, que contribuya a aumentar la brecha, y no a soldarla, entre gobernados y gobernantes.

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